lunes, 28 de septiembre de 2020

PENALTI (II)

El ganador del último Premio Nobel de Literatura ha sido el controvertido escritor austriaco, Peter Handke. Al margen de sus opiniones políticas y su posicionamiento a favor de los serbios Milosevic, Karadzic y Mladic, si me refiero a él es por ser el autor de la novela El miedo del portero ante el penalti, publicada en 1970. En la misma, Bloch, el protagonista, refleja la soledad y el miedo del portero ante la profanación de su hábitat, en una situación injusta, pues no tiene mucho más del veinte por ciento de posibilidades de salir ganador. A nivel interno, el penalti es una afrenta para un portero, además de una intimidación con secuelas presentes y futuras. Cada penalti cobra vida propia, y de acuerdo a una conjunción más o menos maldita de todos y cada uno de ellos, puede marcarle para siempre.

El penalti es sin duda el concepto futbolístico más literario, pues en todo lo que antecede y precede al momento de su ejecución, tiene en muchos casos ribetes de auténtica tragedia griega, de exaltación colectiva y en ocasiones también de comedia. Cualquier escritor puede encontrar en este suceso deportivo, un filón inagotable de sensaciones y peripecias, tanto de índole emocional como social.

Me resulta difícil atisbar que pueda haber un penalti más trascendental, asociado al contenido dramático, que el penalti señalado en Riazor, el 14 de mayo de 1994, en el último minuto del partido Deportivo de La Coruña – Valencia CF.

Era el último partido de Liga y si el Deportivo conseguía convertir en gol, rompería el 0-0 inicial, proclamándose campeón de Liga por primera vez en su historia. De lo contrario, el campeón sería el FC Barcelona.

El primer acto del drama se fraguó cuando el mejor jugador del Deportivo, el brasileño Bebeto, había advertido antes del partido que no se encontraba con confianza para tirar un posible penalti. Estando Donato fuera del campo por sustitución, correspondió a Djukic afrontar el reto descomunal de lanzar el penalti.

Rígido, bloqueado, levantando los hombros y respirando tan hondo como pudo para sacarse la presión que le comprimía por dentro, Djukic lanzó el balón sin fuerza, como si fuese un pase al portero. Es imposible imaginar el cruce de temores que transitaron por su enroscada y helada autopista cerebral.

Riazor se sumió en la desesperación mientras la euforia electrizó el Camp Nou. Ningún aficionado del FC Barcelona pensó en los siguientes minutos en el drama humano de Djukic, en la pesada losa que lo hermanó con Sísifo para siempre. Cuesta mucho sustraerse a la celebración aunque esté cimentada en alguna tragedia lejana.

Creo que todos los aficionados al fútbol desearon desde entonces que el Súper Depor ganase una Liga, tan pronto como fuese posible. Esto ocurrió en el 2000, aunque ni Arsenio Iglesias, el entrenador milagro, ni Bebeto, ni tampoco Djukic estaban ya en la plantilla.


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