El ganador del último Premio Nobel de Literatura ha
sido el controvertido escritor austriaco, Peter Handke. Al margen de sus
opiniones políticas y su posicionamiento a favor de los serbios Milosevic,
Karadzic y Mladic, si me refiero a él es por ser el autor de la novela El miedo del portero ante el penalti,
publicada en 1970. En la misma, Bloch, el protagonista, refleja la soledad y el
miedo del portero ante la profanación de su hábitat, en una situación injusta,
pues no tiene mucho más del veinte por ciento de posibilidades de salir
ganador. A nivel interno, el penalti es una afrenta para un portero, además de
una intimidación con secuelas presentes y futuras. Cada penalti cobra vida
propia, y de acuerdo a una conjunción más o menos maldita de todos y cada uno
de ellos, puede marcarle para siempre.
El penalti es sin duda el concepto futbolístico más
literario, pues en todo lo que antecede y precede al momento de su ejecución,
tiene en muchos casos ribetes de auténtica tragedia griega, de exaltación
colectiva y en ocasiones también de comedia. Cualquier escritor puede encontrar
en este suceso deportivo, un filón inagotable de sensaciones y peripecias,
tanto de índole emocional como social.
Me resulta difícil atisbar que pueda haber un
penalti más trascendental, asociado al contenido dramático, que el penalti
señalado en Riazor, el 14 de mayo de 1994, en el último minuto del partido Deportivo
de La Coruña – Valencia CF.
Era el último partido de Liga y si el Deportivo
conseguía convertir en gol, rompería el 0-0 inicial, proclamándose campeón de
Liga por primera vez en su historia. De lo contrario, el campeón sería el FC Barcelona.
El primer acto del drama se fraguó cuando el mejor
jugador del Deportivo, el brasileño Bebeto, había advertido antes del partido
que no se encontraba con confianza para tirar un posible penalti. Estando
Donato fuera del campo por sustitución, correspondió a Djukic afrontar el reto
descomunal de lanzar el penalti.
Rígido, bloqueado, levantando los hombros y
respirando tan hondo como pudo para sacarse la presión que le comprimía por
dentro, Djukic lanzó el balón sin fuerza, como si fuese un pase al portero. Es
imposible imaginar el cruce de temores que transitaron por su enroscada y
helada autopista cerebral.
Riazor se sumió en la desesperación mientras la
euforia electrizó el Camp Nou. Ningún aficionado del FC Barcelona pensó en los
siguientes minutos en el drama humano de Djukic, en la pesada losa que lo hermanó
con Sísifo para siempre. Cuesta mucho sustraerse a la celebración aunque esté
cimentada en alguna tragedia lejana.
Creo que todos los aficionados al fútbol desearon desde entonces que el Súper Depor ganase una Liga, tan pronto como fuese posible. Esto ocurrió en el 2000, aunque ni Arsenio Iglesias, el entrenador milagro, ni Bebeto, ni tampoco Djukic estaban ya en la plantilla.
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