Ya han pasado los días en los que el mundo se ha dividido entre aquellos que vieron jugar a Maradona y los que solo lo conocen por ver sus jugadas por vídeo. Ha sido un período en el que se ha vuelto a plantear la cuestión de quién ha sido el mejor jugador de la historia
No se debe ser taxativo en eso, pues épocas pasadas nada tienen que ver con el fútbol actual. Nunca sabremos cómo se habrían desenvuelto futbolistas que compiten por el gran cetro, si hubiesen tenido mejores terrenos de juego, balones más livianos, mejor calzado, los actuales métodos de entrenamiento y una medicina deportiva excelente; o no hubiesen sufrido la excesiva dureza, a menudo rayana en la violencia, de décadas pasadas.
Pelé, Cruyff y Maradona sufrían en muchos partidos media docena de entradas, la mitad de las mismas significarían una expulsión con el reglamento actual. Afortunadamente, a día de hoy, las infracciones sancionadas con una expulsión son amplias y variadas. El reglamento protege mucho a los jugadores, con la salvedad de Neymar, muy perjudicado por la alta dosis de violencia que recibe en el terreno de juego.
Cuando escribo eso no estoy cuestionando a Leo Messi, pues si bien es cierto que en los últimos veinte años el fútbol no adolece de los inconvenientes de algunas décadas del siglo pasado, no lo es menos que el nivel de los oponentes es cada vez más competitivo, tanto física, técnica, como tácticamente.
Pero hay algo que sí puedo afirmar: de todos los grandes jugadores de la historia, el único que resulta incomprensible por lo inverosímil de muchas de sus jugadas, es Leo Messi. Sus zigzags, su velocidad con el balón pegado al pie, sus giros, su capacidad para teletransportarse entre un muro de adversarios, es única en la historia. Por no hablar de su alto rendimiento a lo largo de los años.
El Messi que estamos viendo en la actual temporada solo recuerda al Messi que todos hemos visto. Es como una pintura realizada por un artista prometedor imitando a algún genio. Hay partidos, o en fases de los mismos, en los que se le ve ausente, como si tuviese la cabeza en otra parte.
Messi se alimenta de jugar partidos con una grada enfervorizada. El silencio estridente de tantos meses, sin que le llegue la atmósfera en la que se respira admiración y épica, ha trastocado su ánimo, su protoplasma emocional. Solo faltaban las erráticas decisiones de la Junta saliente, el varapalo del Bayern y la marcha de Suárez, su amigo íntimo, para que a Messi le falte el oxígeno necesario para sentirse vivo a nivel deportivo.
Una hermosa historia como la de Messi con el Barça merecería un epílogo adecuado, pero desde una perspectiva realista parece complicado que se vaya a escribir. Solo la presencia de un nuevo presidente, con un proyecto claro e ilusionante podría encauzar todos los desagües que ahora conforman la geografía blaugrana.
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