miércoles, 11 de octubre de 2023

FÚTBOL POSMODERNO

Si bien son muchos los aspectos en los que el mundo del fútbol ha evolucionado de modo positivo -tratamiento de las lesiones, prevención de las mismas, análisis tácticos, materiales optimizados, mejores terrenos de juego, entrenamientos particularizados, la presencia de cámaras que te acercan la jugada al detalle, y un largo etcétera-, en otros apartados se ha producido un viraje que creo inadecuado.

Son cambios de dirección que inciden en el entorno y en el núcleo mismo del fútbol: medios de comunicación, sociedad, participantes directos del espectáculo y aficionados.

Refiriéndome a los medios de comunicación he de decir que mi propensión a escuchar partidos por la radio ha disminuido de manera notable, debido tanto a los excesos de unos locutores que en cada jugada quieren revivir la guerra de las Termópilas, chillando como posesos por goles intrascendentes, como por la participación excesiva y anodina de mujeres periodistas que hablan de fútbol como podrían hacerlo de cualquier familia de insectos, o sea que no tienen ni idea.

Por lo general, su papel es de florero, el de entrevistar a algún jugador o estar a pie de campo para comunicar que Ancelotti se acaba de rascar la oreja. Son intervenciones de nula calidad, tópicas, que hacen insufrible al seguidor de siempre tanta broma entre ellas y ellos, con una verborrea que no aporta nada. Con todo, lo peor, salvo excepciones, es cuando pasan a tener mayor protagonismo, alcanzando la culminación de la vacuidad.

En cuanto a la televisión, al retransmitirse tantos partidos, en demasiados de ellos los comentaristas son paticortos, sin saber distinguir si están en radio o televisión, convirtiendo el relato en insoportable, con el recurso reiterativo de metáforas tan sobadas que producen vergüenza ajena. Las aportaciones de ex jugadores en la locución sirven de contrapunto y de descanso ante tanta incompetencia.

Otra de las modas que se quieren imponer es la de que en los estadios reine el respeto y la deportividad. Llamar negro a quien lo es, se ha convertido en una acción a perseguir, al igual que si se va más allá y se le llama mono, mandril o se le chilla que vuelva a la selva. Es evidente que la mayoría estaremos de acuerdo en que estos insultos sería mejor que desapareciesen de los estadios, pero de igual manera debería defenderse a los gordos, calvos, feos, homosexuales y demás caterva de gente señalada de continuo, objeto de burlas y chanzas.

Es como querer poner puertas al campo. Los insultos en un campo de fútbol son tan naturales como el olor nauseabundo en un estercolero, resultan inevitables, y a no ser que empecemos a formar a los niños en una educación de máximo respeto al prójimo, pasarán los años y todo seguirá igual.

Mientras los creadores de modas se empeñan en imponer su orden en este mundo caótico, sus hijos menores de edad cotillean pornografía salvaje a diario, forjando a los futuros monstruos de este mundo idílico en el que sueñan.

Respecto de los jugadores solo decir que sus emolumentos están en proporción inversa a sus obligaciones con el aficionado. Cada día viven más alejados del contacto con los seguidores, viviendo en una burbuja de la que solo salen cuando, de manera inesperada aunque cada vez más recurrente, los delincuentes entran en sus casas para mostrarles como es el mundo real, o alguna lesión de larga duración les despierta de sus ensoñaciones de nuevos ricos.

En cuanto al fútbol en sí, a lo que ocurre en el terreno de juego, ha habido una transformación evidente, parecida en su resultado final a echar agua al vino. La proliferación de cámaras que captan hasta el más mínimo gesto ha ido devaluando algo inherente en el fútbol: los roces y la intimidación. Asimismo, las normas arbitrales cada vez son más exigentes en la defensa de la integridad de los jugadores. Los contratos publicitarios exigen que los jugadores más vistosos estén en el campo y no en el hospital. Nada que objetar a eso, pero una cosa es cazar tobillos y otra que haya refriegas. Cuando a la comida se le quita la sal, la pimienta y cualquier otro aderezo que da sabor, sigue siendo comida, pero cada vez gusta menos.

No estoy abogando por el fútbol ultra violento de los años sesenta y setenta, ni tampoco por la extrema dureza de los ochenta, ni siquiera por la rudeza de los noventa, pero hay que reconocer que entre ver a leones o a perros perdigueros hay mucha diferencia.

Solo así se explica que jugadores muy jóvenes se atrevan a pisar un terreno de juego al lado de profesionales. Ante la ausencia de la ferocidad propia del fútbol, inmersos en una atmósfera protectora, estos niños que hace un par de décadas ni siquiera se habrían atrevido a pisar la cancha sagrada, ahora lucen su insolencia en el regate mientras los aficionados hacen la ola. Es un fútbol metrosexual, carente de la adrenalina necesaria, al menos para algunos aficionados que siempre han valorado determinados atributos del fútbol.

Ante una paz impuesta y pactada los equipos ya no necesitan tener a ningún matarife en el campo, cuando antaño eran imprescindibles para marcar la línea roja y proteger a los jugadores más creativos de su equipo. No voy a negar que los aficionados más inocentes, los que buscan ver virguerías sin parar y amplias goleadas para celebrar tantos goles como sea posible, puedan pasárselo bien, del mismo modo que lo hacen cada vez que los Harlem Globetrotters visitan su ciudad, pero al auténtico aficionado, que además haya jugado centenares de partidos, el fútbol actual, con tantos penaltis de Señorita Pepis que deciden partidos, con la constante simulación de lesiones y con tanto niñato en el campo, le parece una adulteración.

 

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