Hace unos días tuve la oportunidad de coincidir en la Plaça de la Porxada de Granollers con un antiguo compañero de escuela, de cuando teníamos entre diez y doce años.
Pasadas unas décadas sin haber vuelto a coincidir, mi primera impresión fue la de estar viendo a un hombre absorto, muy ajeno al bullicio de un día de mercado. Tuve la duda de si sería buena idea interrumpir su paseo por los márgenes de la abstracción, pero finalmente me decidí a abordarlo. Me puse detrás de él y dije su apellido:
-¡Suárez!
Si bien yo le reconocí enseguida, él tuvo unos segundos de incertidumbre, hasta que al nombrar el colegio al que íbamos, acertó con mi identidad.
Recordamos a antiguos compañeros de escuela -unos cuantos ya se han adelantado en la ruta hacia lo desconocido-, los partidos de balonmano, con el entrenador Alejandro Viaña -una leyenda del BM Granollers en la década de los sesenta-, cuando me invitó a su casa un par de veces para jugar con el Scalextric. También surgieron los nombres de algunos profesores, la mayoría finados.
Al despedirnos nos dimos la mano, probablemente fue nuestro último adiós. Fue entonces, al verlo desaparecer por una de las calles que desembocan en la Porxada, cuando recordé algo que ocurrió en nuestra infancia, algo que en aquel momento me sorprendió pero que olvidé en unos segundos, y que después de décadas sepultado en mi memoria, apareció súbitamente en el micro espejo de uno de los panales que conforman la colmena de mi mente, provocando -ahora sí- una marea de admiración.
Una tarde de junio, saliendo de la escuela, propuse a Suárez y a Ferrero ir al entrenamiento de los infantiles del Atlético del Vallés, en las instalaciones que desde 1958 tienen al lado del paseo fluvial del Congost.
Llegamos antes que nadie y nos pusimos a jugar en una de las porterías, haciendo pases y chutando.
Suárez era un chico alto y grueso, poco apto para deportes de velocidad. En el balonmano cumplía en su labor de central-lateral por su envergadura, pero el fútbol no era el mejor deporte para sus características.
No obstante, pronto nos quedamos asombrados de su chut, con disparos muy potentes y bien dirigidos.
En un rechace de Ferrero que estaba en la portería, el balón salió fuera de banda, cerca del banderín de córner. Suárez fue a buscarlo, y por vez primera en su vida, lanzó un saque de esquina en un terreno de juego con las medidas oficiales.
Suárez no entendía de sutilezas, ni de elipses ni de parábolas. Así que puso el balón en el cuadrante del banderín, para pegar un trallazo que se coló como una exhalación en la portería, en una línea recta prodigiosa, golpeando el balón debajo del larguero, en el punto más cercano al primer palo, con un fuerza inusitada.
Nos quedamos pasmados, aunque no ha sido hasta hace unos días, al recordar aquel momento, cuando soy plenamente consciente del portento del que fuimos testigos con doce años de edad. Ninguno de los tres teníamos la capacidad para valorar con detenimiento lo acaecido, tanto por nuestra falta de experiencia como por la celeridad de los acontecimientos en la vida de un niño.
No hubo más testigos que Suárez, Ferrero y yo. Sin tiempo de reflexionar y comentar sobre lo que habíamos visto, ya nos estaban llamando por si queríamos participar en el entrenamiento, una nueva aventura que dejaba atrás cualquier suceso anterior, por muy extraordinario que hubiese sido.
La infancia es un río apresurado en el que prevalece la motivación de jugar e imaginar. Es una época de la vida en la que los milagros revolotean a su alrededor pero que casi nadie es capaz de percibir.
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