Recientemente Pep Guardiola expresó una queja en referencia a las dificultades de su profesión. Adujo que al haber pretemporadas demasiado enfocadas en lo comercial, más los partidos y viajes de las competiciones oficiales, además de la recuperación física y mental tras los mismos, queda poco tiempo para preparar estrategias y tácticas.
No le falta razón aunque es algo que viene ocurriendo desde hace bastantes años, antes incluso de su exitoso paso por el FC Barcelona. Más bien creo que la situación de por sí exigente, se ha estresado más a raíz del cumplimiento de los protocolos por el Covid-19. El estar pendiente de detalles preventivos, en un entorno de obligaciones y precisión, ha complicado mucho la gestión diaria de un equipo de fútbol.
Le diría a Guardiola que más que nunca haga suya la frase que tuvo el atrevimiento de decir al recibir la Medalla d’Honor del Parlament de Catalunya. La dijo en catalán: “Si nos levantamos bien temprano, sin reproches, creedme que somos un país imparable”. A ver si con sus atributos de filósofo es capaz de convencer a la tropa millonaria del Manchester City.
Los nuevos tiempos requieren cambios, algunos de los que han acaecido otorgan excelentes oportunidades. Siendo un gran inconveniente que los estadios estén vacíos al disputarse los partidos, los entrenadores tienen ante esta circunstancia, como nunca antes, la posibilidad real de influir en los partidos.
Hasta antes de la transmisión del virus, muchos entrenadores gesticulaban y gritaban desde su zona técnica, sin que casi ningún jugador fuese capaz de interpretar nada, ni siquiera de escucharlos. Los más afectados por las directrices airadas siempre eran los tres o cuatro jugadores que ocupaban una zona cercana al entrenador, aunque la influencia real era poco decisiva por no ser holística. No iba más allá de alguna corrección o aviso al jugador que tenía más a mano.
Ahora, en cambio, un entrenador tiene la capacidad de modificar la táctica del partido mientras se está jugando, porque puede hacerse oír por todo el campo por parte de sus jugadores.
En el último partido de la fase de grupos de la Champions, jugado en el Camp Nou, Mircea Lucescu, entrenador del Dinamo de Kiev, fue capaz de revertir situaciones complicadas desde la zona técnica, pasando su equipo de estar agobiado por el FC Barcelona, a ser dominador en varias fases del encuentro, hasta el punto que fue capaz generar bastantes jugadas de gol y de ponerle muy difícil la victoria al Barça. Los gritos de Lucescu se podían escuchar durante la retransmisión, de manera constante y enérgica.
Es el nuevo hábitat que beneficia a los entrenadores intervencionistas, a los que se mueven como si dirigiesen una orquesta. Algunos son exagerados en su gesticulación y dramatismo, como en el caso de Simeone y Guardiola. Zidane, en cambio, tiene movimientos elegantes, asesora de manera más relajada a sus jugadores. Siempre está presente, de pie en la zona técnica, como un faro que es necesario ver desde cualquier lugar del campo.
Un entrenador al que sus jugadores pueden visualizar mientras juegan, conlleva un efecto más beneficioso para su equipo que si se esconde en la cueva, acurrucado en el banquillo. La influencia positiva puede extenderse hasta los árbitros, pues en cierto modo pueden sentirse cuestionados por los gestos de un entrenador, máxime si este tiene la aureola de ser objetivo en sus observaciones.
De algún modo, en una pequeña parte alícuota, participa en el partido. Incluso puede beneficiar a su equipo de manera directa, en lances concretos en los que se requiera rapidez en la entrega del balón a un jugador, para sacar un fuera de banda.
Respecto de todo eso creo que, en bastantes ocasiones, Koeman se expresa con un lenguaje corporal equivocado. Me parece un buen técnico, pero a menudo su puesta en escena una vez que empieza el partido es inadecuada, transmite cierto fatalismo y poca confianza. Es por ello que me pareció acertado el comentario de un periodista que incidió en la cuestión. Koeman reaccionó ofendido, como si debatir estas cosas fuese un absurdo.
En mi percepción del fútbol, un entrenador solo debería sentarse en el banquillo cuando su equipo gana el partido con cierta solvencia, o cuando ya no queda nada por hacer al estar perdido de manera irremediable. Mantenerse al margen de una dirección proactiva durante el partido sugiere poca implicación, incapacidad y desánimo según el momento del mismo.
De algún modo, al final de la temporada, debería hacerse evidente que los entrenadores intervencionistas habrán tenido mejores resultados que los que no lo son, comparando plantillas de manera ecuánime.
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