Cuando un jugador de un equipo falla un penalti y
a lo largo del partido se señala otro a favor, con el resultado igualado,
normalmente el jugador que ha fallado con anterioridad prefiere que lo tire
otro compañero. Es un paso al costado, un sentimiento de inseguridad y de
protección ante un destino que se intuye desfavorable.
Este es un código no escrito que se cumple casi
siempre, con algunas excepciones: que seas el especialista del equipo, o el
mejor jugador del mundo, y tengas la obligación jerárquica de afrontar el reto,
o que tengas la personalidad suficiente para medirte al infortunio.
Parece improbable que nunca más coincidan el peor
augurio y una personalidad como la de Martín Palermo, apodado el Loco. El 4 de
julio de 1999, en la fase de grupos de la Copa América, Colombia y Argentina se
enfrentaron. La selección cafetera se impuso por 3-0 al combinado albiceleste,
dirigido por Marcelo Bielsa, y con
Riquelme, el Cholo Simeone y el Mono Burgos en el terreno de juego. Un
partido de clasificación importante en el que ocurrió algo inaudito: Martín
Palermo falló tres penaltis.
El primero, con el marcador 0-0, estrelló el
balón en el larguero. El segundo, con el marcador 1-0 en contra y quitándole el
balón de las manos a Ayala que iba a tirarlo, lo mandó a las nubes, pateando
como si de un ensayo de rugby se
tratara. La narrativa de los locutores argentinos fue indescriptible. Pero
todavía faltaba por ver lo inimaginable.
Ante la opción de lanzar un tercer penalti,
perdiendo ya por 3-0, Palermo cogió el balón, sin la presión del resultado,
aunque con la mirada perdida inquiriendo en su interior, intentando descifrar
tanta fatalidad. Con la respiración más densa de lo habitual, tomando menos
impulso, frenado en su confianza, esta vez su disparo fue atajado por el
portero colombiano, Miguel Calero.
Han pasado los años y es de justicia recordar la
obstinación de un futbolista capaz de plantarle cara a un azar malévolo que
todavía le tenía preparada una trampa más dolorosa.
Fue defendiendo los colores del Villarreal,
después de marcar un gol ante el Levante, en la prórroga de los dieciseisavos
de la Copa del Rey, el 29 de noviembre de 2001, cuando al celebrarlo con su
afición, subiéndose a las vallas, cedió el muro cayendo sobre su pierna
izquierda, además de los aficionados, sufriendo una doble fractura de tibia y
peroné.
Son por cosas como estas que el fútbol trasciende su ámbito y se enrosca en la leyenda con el hilo de la desgracia.
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